"Ningún acto de bondad por pequeño que sea se desperdicia" - Esopo

Helen Horn
Soy madre de dos jóvenes. Mi hijo mayor, James, de 27 años, tiene el síndrome de Wolf-Hirschhorn y autismo. En mi blog escribo sobre mi vida como madr...

En los 28 años que han pasado desde que nació mi hijo James he aprendido a vivir con la reacción a veces negativa o, como mínimo, impasible de los demás hacia él o, más concretamente, hacia su comportamiento.
Mi respuesta a las miradas o al evidente retroceso dependía en gran medida de mi nivel de tolerancia o agotamiento en ese momento. A veces me dolía hasta el punto de irme a casa llorando o, en el extremo opuesto de la escala, desafiaba a la gente o hacía un comentario sarcástico, como hice un día en que James se detuvo delante de una señora sentada en un banco del paseo marítimo y la saludó con la mano. Ella le miró fijamente, sin reconocerle. "Vamos, James, la señora no quiere hablar con nosotros", le dije en voz alta.
A medida que he envejecido y sin duda madurado ..........
(el envejecimiento es un hecho: ¡la madurez es discutible!) En general, me molestan menos los demás. No me malinterpretes, todavía se me ponen los pelos de punta, pero mi piel se ha endurecido considerablemente, aunque siempre estoy a un milisegundo de ser esa leona que se lanza a la batalla para defender a su manada.
Lo que más me conmueve hoy en día son los pequeños gestos amables hacia mi hijo cuando salimos con él. Puede ser algo tan sencillo como que alguien nos salude o se aparte para dejarnos pasar por una puerta o una zona concurrida, sobre todo si ven que tenemos dificultades. Puede ser la respuesta positiva de un desconocido cuando James pasa a su lado, pero extiende la mano y le agarra mientras lo hace. No lo hace con mala intención; solo está saludando. Hace poco lo hizo y, mientras me disculpaba con la señora a la que había agarrado del brazo, ella me dijo: "No pasa nada, tengo una hermana con necesidades especiales", y en ese momento compartimos una sonrisa de complicidad y no hizo falta decir nada más.
Hay un centro de jardinería cerca de casa de mi hijo.
Lo frecuentamos casi semanalmente. Las señoras que trabajan allí han llegado a conocernos a nosotros y a James. Ya no tenemos que pedir que le sirvan la tarta en un cuenco con cuchara, nos ven en la cola y preparan un cuenco. Pero no sólo eso, le hablan directamente y le incluyen en nuestras conversaciones aunque saben que no puede responder. No le ignoran ni le excluyen.
Son pequeños gestos como este los que hacen que nuestra visita al centro de jardinería sea tan agradable. He visto a muchos padres con niños o adultos discapacitados. Nos hacen sentir bienvenidos. Es su actitud y su amabilidad lo que hace que volvamos a visitarles: .......... y la tarta, por supuesto.